La espera
Lourdes Macías Torrecillas
Como cada día, cuando llega esta hora, me asomo por el amplio ventanal que da hacia la plaza esperando verla llegar. Y lo hago con la misma ilusión y las mismas ganas de la primera vez.
Ana, que así se llama ella, me había dado vida e ilusiones desde aquel primer encuentro, hacía ya más de un año. La conocí de una forma accidentada, yo llevaba algo de prisa, quise cruzar la calle y tropecé cayendo justo delante del coche que conducía Ana, que, afortunadamente, frenó unos centímetros antes de llegar a mí. Cuándo ella me vio allí tirado salió corriendo del coche para auxiliarme, se la veía tan asustada... Yo me sentía algo dolorido por la caída y ella fue muy amable... Se empeñó en llevarme en su coche a una clínica, allí me atendieron y cuando Ana se enteró de que acababa de llegar a la ciudad sin conocer a nadie y sin tener aún donde dormir, me ofreció su casa mientras me estaba recuperando y pudiese volver a caminar sin ir dando cojeadas. Me pareció un gesto tan desprendido, acogerme en su casa, preocuparse de esa manera... Realmente nadie había hecho algo así antes por mí. Me cuidó con sumo cariño, es la persona más dulce que he conocido.
Los días de mi recuperación pasaron rápidos, con sus cuidados era fácil sentirse mejor cada día. Congeniamos desde el primer momento y, a pesar de que yo soy bastante independiente, ella siempre ha sabido respetar esos momentos en los que me gusta y necesito estar sólo.
No sé si lo he dicho ya, creo que no... Ana trabaja en una galería de arte y además, también pinta muy bien. Muchas tardes, cuando coge sus pinceles, yo me siento cerca y la observo en silencio. Hace unos meses se empeñó en que posase para ella, yo al principio no quería, pero con su dulzura supo convencerme, la verdad es que me resulta muy difícil negarle nada. Durante una semana, cada tarde, posé sentado en el sillón que hay junto al ventanal, de vez en cuando, durante aquellas horas, me miraba fijamente con el pincel quieto en su mano, después, mojaba en alguno de los colores de su paleta, y volvía a trabajar en el lienzo. A veces, debido al tenue sol que penetraba por el ventanal, me entraba algo de sueño pero enseguida oía la voz de Ana: "Tom... No cambies de postura, por favor, se bueno ¿vale?". Y yo, incapaz de negarle nada, volvía a la postura inicial, esperando que diese por finalizada la sesión de pintura. Y en una de aquellas tardes, soltó la paleta y los pinceles, se alejó unos pasos del lienzo y lo observó durante unos minutos atentamente, después dirigiéndose a mí, dijo: "Ven cariño, ven a ver cómo ha quedado". Me acerqué junto a ella y observé su obra, realmente Ana sabía plasmar en un cuadro lo que veía. El retrato había quedado perfecto, no cabía duda al verlo que aquel era yo. Ana, contenta del resultado, me abrazó muy fuerte: "Oh, Tom... ¿te gusta?". ¡Claro que me gustaba!, ella es toda una artista, sí señor, lo es.
Mi vida había cambiado por completo a su lado. Recuerdo cuando una vez que estuve recuperado del accidente, y comprendí que había llegado la hora de irme, Ana se sentó a mi lado, me acarició con ternura y dijo: "Quédate Tom, formamos un estupendo equipo ¿no crees?". Aquello me emocionó, no había nada que pudiese desear más que eso, quedarme con ella, estar a su lado... Aquel día me sentí el más afortunado del mundo por haber encontrado a esta maravillosa mujer.
Sigo mirando por el amplio ventanal que da a la plaza esperando verla llegar, parece que hoy se retrasa un poco. Siempre es muy puntual, pero a veces, en la galería, debe esperar a algún cliente importante y entonces llega más tarde a casa, y yo me impaciento. Ese tiempo de espera se me hace eterno; después, cuando por fin llega a casa, lo llena todo con su presencia y me siento feliz. Me gusta cuando por las noches nos sentamos los dos en el sofá en silencio, mientras miramos la televisión, o mientras Ana lee un libro y yo me dedico a disfrutar de su presencia, de esa tranquilidad y bienestar que me produce estar a su lado. A veces también le gusta practicar con el karaoke, reconozco que cantar no es su fuerte, pero yo disimulo y la escucho atentamente como si no notase todas las veces que se va de tono, porque verla disfrutar es muy gratificante. Su cara se ilumina con una preciosa sonrisa y adquiere la expresión de una niña feliz... Ana es preciosa.
¡Ya viene! Sigo poniéndome nervioso, deseoso de verla como al principio. Me gusta cómo camina, lo hace con paso decidido y seguro. Ya la siento subir por las escaleras (nunca coge el ascensor, no le gusta) y casi puedo oler su perfume tan suave y femenino como ella. Siento sus pasos cada vez más cerca, sí, ya esta en la puerta y yo la espero aquí, como cada día, sentado en el sillón junto al ventanal, intentando disimular mi enorme impaciencia. Introduce la llave en la cerradura y abre la puerta...
-¿Tom? ¿Dónde estás? ¿Cariño?
Se acerca hacia mí con esa sonrisa que ilumina su cara y que tanto me gusta, y con su preciosa voz me dice cariñosa...
-¡Hola mi precioso gatito! Ven cielo, ¿me echaste mucho de menos? -y mientras dice esto, me coge cariñosamente en sus brazos.
¡Claro que la eché de menos! E intento demostrárselo lamiendo su barbilla. Espero que Ana entienda que me siento, junto a ella, el más afortunado de todos los gatos que viven en esta ciudad. Si aquel día no se hubiese cruzado en mi camino, hoy, seguramente, seguiría en la calle hambriento y rebuscando en los cubos de basura...
Ya está en casa, y yo me siento feliz y afortunado.
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